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Perú: tiempos necios

Percy Encinas C., especial Agenda Sur, desde Perú

Cuántas veces esgrimieron la Constitución y la democracia para descartar a quienes osaban pedir transformaciones importantes; los mandaban a “ganar una elección”. Cuando parecen haberla ganado, desconocen los resultados.

En el Perú –y en buena parte de Latinoamérica—se está derribando un muro: el muro que construyeron los arquitectos del neoliberalismo. Millones de personas, más espontáneas que organizadas, atraviesan esa otra cortina férrea que impuso una única manera de entender el desarrollo, de distribuir (mal) oportunidades, bienes, servicios básicos y derechos. Esa frontera rígida que segrega y sanciona la disidencia de quien quiera trasgredir sus líneas, que ataca a cualquiera que pretenda aspirar a otro modo de vida. No es un derribamiento súbito. Es, como ocurrió con el de Berlín en 1989, la señal de un proceso lento pero acaso irreversible. Lo nuestro se parece más bien a una deconstrucción, pero no es por eso menos urgente. La gente escarba como puede, haciendo grietas, escapando a través de sus resquicios, tirando sus ladrillos con decisión, pero también con rabia acumulada. Las élites que detentan el poder y sus aspirantes han demorado en darse cuenta. Ahora no les alcanza las mismas reglas en nombre de las cuales antes les contenían. Ni los conceptos. Cuántas veces esgrimieron la Constitución y la democracia para descartar a quienes osaban pedir transformaciones importantes; los mandaban, sin disimular su menosprecio, a “ganar una elección”. Cuando parecen haberla ganado, desconocen los resultados y, peor aún, su derecho a haber votado por opciones que ofrezcan esos cambios.

Más temprano que tarde ese muro caerá, porque quienes lo padecen son millones de personas; a quienes no convencen los buenos índices macroeconómicos que el país exhibe desde hace años; que ya no soportan la frustración histórica ante promesas incumplidas que la crisis sanitaria y económica ha agravado dolorosamente. Ni siquiera les importa tanto que el fracaso venga del mercado, del Estado o de la combinación de ambos. Están dispuestos a rehacerlo todo. O casi todo. El asunto está en cómo.

Dos problemas asoman en este panorama de demolición. El primero, que el muro no es físico, no tiene ubicación ni contornos claros. El segundo: ¿qué hay tras ese muro?

Dos problemas asoman en este panorama de demolición. El primero, que el muro no es físico, no tiene ubicación ni contornos claros, a pesar de que se ha erigido a través de todas las dimensiones de la vida, y quizás por eso mismo. Por lo tanto, no se sabe exactamente contra qué ni contra quiénes golpear. Entonces, muchos de los golpes arrecian contra todo lo que les recuerde la desigualdad, la exclusión, el cínico diferimiento del acceso al bienestar, la indiferencia. En medio de ese furor, se arremete contra pilares valiosos que podrían servir a la propia democracia y a la justicia social que pretenden conseguir en una sociedad republicana: tribunales, instituciones reguladoras, defensorías, libertades, inversiones.
El segundo: ¿qué hay tras ese muro? No está claro qué encontrarán una vez derribada esa realidad que ha dominado el sentido común durante las últimas décadas. No hay al otro lado un modelo alternativo, sobre todo en lo económico, capaz de asegurar lo que buscan. Pero esa incertidumbre les parece preferible.

Los beneficiarios del status quo (y los aspirantes a serlo) no lo pueden entender, mucho menos soportarlo. Ostentan diplomas de prestigiosas entidades educativas pero siguen simplificando todo en binarismos básicos. Los que piensan y votan como ellos son los buenos, los únicos sabios, los productores de riqueza. Quienes votan por la disidencia, son los malos, los brutos ignorantes, los ociosos que sólo quieren que el Estado les mantenga. Y cualquier propuesta que quiera revisar el orden de las cosas, que no se alinee a su visión “mercadocrática”, es acusada de chavista (el cuco más recurrido desde hace cuatro elecciones) y hasta de “pro terrorista”, en una acrobacia asociativa que desafía las leyes básicas de la lógica y la salud mental.

Otra vez el miedo

La historiadora peruana Scarlett O´Phelan nos recuerda que durante el virreinato del Perú, uno de los miedos más extendidos era a la plebe de indios sublevados. El “temor a que rebasaran el control social del sistema no se borrará fácilmente[1]” del subconsciente nacional a través de los siglos. Ese pánico late aún en los dueños del país y se reedita en cada elección quinquenal donde deben sucederse autoridades para la presidencia y el Congreso. Los resultados de junio les hacen creer que esta vez la cosa es seria, que un verdadero vendaval incontenible les arrebatará el gobierno, las políticas públicas, la democracia, pero sobre todo el modelo social y económico instalado que defienden como pensamiento único. Hay, también, quienes han inundado las redes con advertencias de que les confiscarán las libertades y hasta el celular si se permite a esa plebe llegar a palacio, encarnada en el candidato Pedro Castillo. En un régimen presidencialista como el peruano, que un profesor rural, formado él mismo en la escuela pública, una de las más precarizadas de la región, que ocupa el último o penúltimo puesto en cada Prueba PISA, que habla un castellano demasiado distinto del de ellos, que –esta vez sí- es un verdadero outsider, les aterroriza. Su pánico es real, aunque las razones para ello no lo sean. Pero las emociones extremas no razonan.

Todos los males juntos

El Perú parece haber condensado en los últimos 20 meses todos los males políticos de sus 200 años de vida independiente: presidentes que no completan sus mandatos, beligerancia extrema entre Congreso y Ejecutivo, desprestigio de las clases dirigentes, representantes decepcionantes, corrupción, tolerancia de la corrupción mientras no venga del rival político, connivencia con ella, incapacidad de sobreponer el interés común a las diferencias sectarias, autoritarismo, clasismo, racismo. Aún no acabada la Guerra del Pacífico en los años ochenta del siglo XIX, los líderes de entonces, pugnando por el poder, encendieron una guerra civil que prolongó el sufrimiento y la inestabilidad por dos años más ante el desconcierto de la comunidad internacional. La tragedia de la actual crisis por pandemia no parece inspirar tampoco en los actores políticos verdaderas conductas de Estado, que prioricen las urgencias que reclaman los pobres de siempre y los empobrecidos recientes. El cóctel de factores sociales que dio fuelle a la sangrienta lucha armada que desató Sendero Luminoso en los ochenta del siglo XX parece fermentar sus mismos ingredientes. No hemos aprendido las lecciones. Vivimos tiempos necios.
Esta vez, en pleno año del bicentenario de nuestra república, el más trascendente de los actos formales y masivos de la legalidad democrática, la ocasión de expresar la opinión política del país a través de sus votos trajo resultados que entusiasmaron a pocos en la primera vuelta. Dos de las candidaturas más opuestas llegaron a la segunda vuelta para disputarse la presidencia. Las que, además, competían en mayor antivoto. De hecho, estas primeras minorías habían obtenido 19.1 y 13.4 % de los votos emitidos dentro de la dispersión que significó una parrilla electoral con diecinueve candidatos. Cuando se publicaron las tempranas encuestas que ponían a Pedro Castillo, apenas conocido por su procedencia sindical, diez puntos por encima de su contendora, Keiko Fujimori, en la intención de voto, la campaña, pero sobre todo la anticampaña, ardió y mostró las peores credenciales de los defensores del status quo. Por antidemocráticas pero también por ineficaces. La evidente improvisación y debilidad de sus propuestas no fueron suficientes para vencerlo. Los ataques a su procedencia, a sus modales provincianos y la apelación a defender el modelo imperante no lograron captar las adhesiones necesarias. El “terruqueo” y el “confisqueo” no dieron resultado sino, al contrario, provocaron rechazo de algunos sectores que prefirieron inclinarse por Castillo.

La democracia en juego

En elecciones que han sido observadas y respaldadas por entidades internacionales como la OEA, Transparencia Internacional, entre otras, donde la actual Administración de los Estados Unidos acaba de elogiar “a las autoridades peruanas por haber organizado unas elecciones libres, justas, accesibles y pacíficas”, calificando al proceso y al sistema electoral peruano como “un modelo de democracia en la región”, el partido de Fujimori, Fuerza Popular, no cesa de torpedearla con acusaciones sin sustento, y muchos de sus aliados ensayan, sin prueba razonable, la existencia de una conspiración fraudulenta perpetrada por el comunismo internacional. Su talante autocrático, desestabilizador de instituciones, no sólo de los años noventa sino el que ejerció con su aplastante mayoría congresal desde el 2016, se ve exacerbado. Es comprensible: ganar las elecciones era su mejor carta para diferir una acusación fiscal. ya en trámite por el poder judicial peruano que podría declarar culpable a la candidata y su esposo por delitos graves, que arrastraría a toda su organización política señalada como criminal por la fiscalía.

Son las bases del modelo, de ese muro que creían perpetuo, cuyos crujidos empiezan a notarse. Es la negación a aceptar que la democracia es así. Que los otros existen y pueden desear otras cosas


Las anti campañas activaron las empobrecedoras, aunque siempre útiles, simplificaciones: de un lado, Fuerza Popular encarnaría la corrupción institucionalizada y el continuismo. De otro lado, la de Perú Libre encarnaría al comunismo anacrónico, ya fracasado en todo el mundo o su variante, el régimen de Maduro lidera en Venezuela con las consecuencias socio económicas y de represión conocidas. Aún con la enorme mayoría de la prensa parcializada a su favor, Fuerza Popular y la candidata Keiko Fujimori no han podido ganar su tercera elección consecutiva. Pero no es ésa la razón de la belicosidad que vemos emerger. Son las bases del modelo, de ese muro que creían perpetuo, cuyos crujidos empiezan a notarse. Es la negación a aceptar que la democracia es así. Que los otros existen y pueden desear otras cosas, en otro orden, y votar con el mismo derecho por ellas, como lo están demostrando. Habrá que enfriar los ánimos porque se viene un período incierto y requerimos acuerdos mínimos entre demócratas de verdad para apoyar al nuevo Gobierno a obtener logros que permitan una convivencia mejor, más justa en oportunidades. Sí, también en libertades. Y en derechos. Si no somos capaces de hacerlo, el 2026 podría traer tiempos peores. Advertidos estamos.


[1] “La construcción del miedo a la plebe en el siglo XVIII a través de las rebeliones sociales” En: La Historia del miedo en el Perú.

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